sábado, 1 de agosto de 2009

Amanda

Amanda era una mujer de edad media, ni guapa ni fea, ni gorda ni flaca. Había dedicado su vida a su marido y a sus tres hijos varones. No fue una existencia fácil, pero ella nunca se quejó. Era su trabajo y además lo hacía con amor… Con el tiempo las crías volaron del nido y su marido se instaló permanentemente en el sofá con el mando del televisor en la mano. Entonces ella decidió invertir esos momentos de los que empezaba a disponer en hacer un pequeño jardín en el terrenito de detrás de la casa y que en su tiempo sirvió como tendedero y como parque infantil.
Con mimo y paciencia fue preparando la tierra, seleccionó las plantas que crecerían en ella y las cuidó como si de sus propios hijos se tratara…
Pasado unos años, ya había conseguido un espacio verde, fresquito y lleno de vida. Pájaros e insectos los visitaban con frecuencia, ya que era una fértil isla en medio del secarral donde estaba ubicado.
Ella nunca abandonaba ese lugar durante mucho tiempo, tan solo unas horas de vez en cuando para ir de compras, ver alguna película de estreno, o dar un paseito con su esposo. Su pequeño mundo podía desmoronarse si su creadora lo dejaba de su mano aunque fuera por un día. Pero aquel fin de semana fue especial; el nacimiento de su primer nieto había requerido de su presencia, y eso que ni la contemplación de un bebé tan precioso, ni la felicidad de disfrutar de toda la familia al completo le quitaba de la cabeza la inquietud por sus plantas. Ella sabía que algo iba a ocurrir, se lo decía el corazón.
Por fin era lunes. Cuando llegó a su casa, la atravesó rápidamente camino del jardín. Ni siquiera soltó el bolso de lo impaciente que se encontraba. Una vez allí se quedó como petrificada: había un ambiente sofocante, desde las pequeñas violetas a los frutales más viejos aparecían lánguidos y ella sentía como que la miraban con reproche. Pero lo que más le sorprendió fue una gran nube gris que se había formado a unos metros de altura, justo encima de su propiedad. Era algo extraño porque el resto del cielo se veía completamente despejado. Caminó despacio entre sus queridas flores, se sentía triste. Sólo podía decir lo siento, lo siento mucho… y les acariciaba los pétalos a las camelias, las margaritas, las buganvillas... Luego se sentó en el banco de madera y estuvo allí un buen rato en silencio, absorta… Hasta que el toque de una gota de agua en su mejilla la sacó de sus pensamientos, luego otra en la frente, en la mano… ¡estaba lloviendo! A pesar del día soleado que gozaban, allí mismo, sobre su jardín, la nube que lo cubría estaba descargando una fuerte llovizna. Las hormigas corrieron a refugiarse. Las hostas doblaban sus hojas por el peso del agua. La pequeña alberca se rebosó y se formó un regato que arrastraba algunas hojas caídas hasta los pies de Amanda, pero ella ni se dio cuenta. Estaba allí inmóvil, sentada, sintiendo cómo caía la lluvia, y allí se quedó, con las manos reposando sobre las rodilla y los zapatos empapados.
No sé cuanto duró aquello, pero tengo entendido que fue mucho, mucho tiempo….

No hay comentarios: